Permítanme ilustrar este error con otra anécdota. Hace poco asistí a un seminario de investigación dado por un antropólogo. El antropólogo estaba tratando de interpretar la incidencia de un sistema particular de apareamiento (que resultó ser la
poliandria) entre varias tribus
humanas en términos de una teoría de selección de parentesco.
Una selección teórica de parentesco puede establecer modelos para predecir las
condiciones bajo las cuales debamos esperar encontrar la poliandria. Así, en un modelo aplicado a las aves autóctonas de Tasmania (Maynard Smith & Ridpath 1972), la proporción de sexos de la población tendría que tener un sesgo masculino, y las parejas tendrían que ser parientes cercanos, antes de que
un biólogo pudiera predecir poliandria.
El antropólogo intentó demostrar que sus tribus humanas poliándricas
vivían en esas condiciones, y, por implicación, que otras tribus que
muestran los patrones más normales de la monogamia o la poligamia vivían
en condiciones diferentes.
Aunque fascinado por la información que presentó, traté de advertirle de algunas dificultades en su hipótesis.
Señalé que la teoría de la selección de parentesco es fundamentalmente
una teoría genética, y que las adaptaciones a
las condiciones locales de la selección por parentesco tuvieron que ocurrir a través de la sustitución
de unos alelos por otros alelos, de generación en generación. ¿Sus tribus poliándricas habían estado viviendo, le pregunté, en las
actuales peculiares condiciones durante el tiempo suficiente -suficientes generaciones- como para que pudiera
haber ocurrido la necesaria sustitución genética? ¿Había, de hecho, alguna razón para creer que las variaciones en
los sistemas de apareamiento humanos están bajo control genético?
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