Una
vez más, no conozco ningún análisis genético de la morfología de la
tela de araña, pero no es nada difícil, en principio, trata de imaginar tal
análisis. Se sabe que las arañas individuales tienen idiosincrasias consistentes que se repiten tela tras tela. Por ejemplo, se vio una
hembra de Zygiella-x-notata {199} construyendo
más de 100 telas, todas careciendo de un anillo concéntrico en particular
(Witt, Read & Peakall 1968). Nadie
familiarizado con la literatura sobre la genética de la conducta (por
ejemplo, Manning 1971) se sorprendería si las idiosincrasias observadas de
arañas individuales resultaran tener una base genética. De
hecho, nuestra creencia de que las telarañas han evolucionado su forma
eficiente a través de la selección natural nos compromete necesariamente
a la creencia de que, al menos en el pasado, la variación de la telaraña debe
haber estado bajo influencia genética (Capítulo 2). Como
en el caso de las casas de tricópteros, los genes deben haber operado mediante la conducta de construcción, pero antes de esto en el
desarrollo embrionario, quizás a través de la neuroanatomía, y antes de esto quizás a través de la bioquímica de la membrana celular. Por cualquiera de las rutas embriológicas en que los genes pueden operar en detalle, el pequeño paso extra desde el comportamiento a la telaraña no es más
difícil de concebir que los muchos pasos causales que precedieron el efecto
del comportamiento, y que yacen enterrados en el laberinto de
la neuroembriología.
Nadie tiene problemas para entender la idea del control genético de las diferencias morfológicas. Hoy
en día pocas personas tienen problemas para entender que, en
principio, no hay diferencia entre el control genético de la morfología y
el control genético de la conducta, y es poco probable que se deje
engañar por declaraciones desafortunadas como ésta: 'Estrictamente hablando, es
el cerebro (en lugar del comportamiento) lo que se hereda genéticamente' (Pugh, en prensa). Por supuesto, la idea aquí es que si hay algún sentido en el que el cerebro se herede, el comportamiento puede ser heredado exactamente
en el mismo sentido. Si
nos oponemos a llamarlo comportamiento hereditario, como algunos hacen por motivos justificables, entonces, para ser coherentes, tenemos que
objetar también que los cerebros se hereden. Y
si decidimos permitir que tanto la morfología como el comportamiento
puedan heredarse, no podemos al mismo tiempo objetar razonablemente que no se hereden el color de la casa de los tricópteros o la forma de la telaraña. El paso extra desde el comportamiento al fenotipo extendido, en este
caso la casa de piedra o la telaraña, es tan negligible conceptualmente como
el paso desde la morfología al comportamiento.
Desde
el punto de vista de este libro, un artefacto animal, como cualquier
otro producto fenotípico cuya variación esté influenciada por un gen,
puede considerarse como una herramienta fenotípica por la cual ese
gen podría potencialmente propulsarse a sí mismo hacia la siguiente generación. Un
gen puede propulsarse tanto adornando la cola de un ave del
paraíso macho con una pluma azul atractiva sexualmente, como causando que un ave de emparrado macho tiña su enramada con pigmento que extrae de bayas azules con su pico. Los detalles pueden ser diferentes en ambos casos, pero el efecto, desde el punto de vista de la genética, es el mismo. Los genes
que logran efectos fenotípicos sexualmente atractivos se ven favorecidos frente a sus alelos, y si esos efectos fenotípicos
son convencionales o extendidos, es lo de menos. Esto
se subraya por la interesante observación de que las especies de
aves de emparrado con enramadas espléndidas tienden a tener un plumaje
relativamente monótono, mientras que las especies con plumaje
relativamente brillante tienden a construir enramadas menos elaboradas y
espectaculares (Gilliard 1963). Es como si algunas especies hubieran desplazado {200} parte de la carga de la adaptación del fenotipo físico al fenotipo extendido.
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